Dale la mano al mundo

16 08 2010

Yang Junhua conduce con la precaución de un novato, a pesar de ser el chófer. Todos los días se levanta a las seis de la mañana, se monta en la furgoneta y va, pueblo por pueblo, recogiendo a los niños, de entre dos y seis años, para llevarlos a la guardería que su padre fundó hace una década, gracias a préstamos familiares y a los pocos excedentes que había acumulado labrando la tierra. El trayecto, por rutas de tierra y piedra, le lleva unas dos horas. A las cinco, al salir de clase, hace el mismo camino de vuelta. El primogénito de cuatro hermanos hizo dos años de Universidad, ingeniería química, y luego empezó a trabajar como vendedor en la misma ciudad donde cursó estudios, Kaifeng, que es una de las urbes de Henan, en el interior de China y antigua capital imperial. Cuando sus padres se jubilaron, volvió al pueblo para hacerse cargo del negocio familiar: un edificio de concreto de cuatro plantas, con una especie de jardín de juegos en moqueta verde y algún que otro columpio. Dice que, de no recogerlos en los pueblos, los niños no acudirían a la guardería: la escuela obligatoria empieza en China a los seis años.

Los niños y las profesoras en una de las clases de la guardería

Para enseñarte Kaifeng, Yang Junhua ha reclutado a una de las profesoras y a sus dos niños, que estudian en la ciudad porque dice que en el pueblo lo tendrían demasiado fácil. Tras los caminos de tierra, entráis en una vía asfaltada, de seis carriles en cada sentido. Es la carretera que une Zhengzhou, capital de provincia, con Kaifeng, y se la podría llamar autovía, si no fuera porque, cada 500 metros, hay un semáforo, o un giro a través del sentido contrario, como en cualquier pequeña calle de ciudad. Del retrovisor cuelga una chapa. Cuando la observas atentamente, te dice que ése es el Presidente Mao en su juventud. En cinco minutos, pasáis de caminos de tierra y campos a punto para la cosecha a edificios de 25 plantas y amplias avenidas. Nada tiene aquí más de cinco años, afirma. Dice que la mayoría de los pisos aún no están habitados. Y en verdad que todo reluce con el orden y la falta de encanto de cualquier suburbio de cualquier gran ciudad del mundo. Pero te sorprende la dimensión. Dice que, en pocos años, su pueblo será parte de este conglomerado suburbano. A él no le gusta, pero a casi todos los del pueblo, sí. Ya ha pasado lo mejor y lo peor. Cuando te invitaron a la guardería, te aseguraron que ibas a dar unas clases de inglés. No imaginabas lo que te esperaba. Yang Junhua te explicó brevemente el protocolo. Entras en la clase, te presentas, les enseñas unas palabras en inglés y en español y luego proponemos a los niños que se acerquen a ti y te saluden. Tú entonces les dices que son muy buenos, muy guays y muy obedientes. Te mostraste conforme. Te mete en una clase, con unos 20 niños pequeñitos, sentados en unas sillas diminutas frente a unos pupitres diminutos. Todos te miran como si fueras un monstruo desconocido pero con buenas intenciones. A la llamada de la maestra, gritan: “¡ni hao shushu!”, ¡hola tito! Es la forma correcta de dirigirse a los adultos: tío o tía. Hablas con toda la claridad que puedes. Te presentas, les dices que vienes de España, pero que trabajas en Beijing. Entonces les enseñas un par de palabras en español: “buenas tardes”. Y, tras el impulso de la profesora, todos gritan al unísono: “bunnnnnnn talllllllldeeeee”. La ropa que llevan está, en su mayoría, deshecha. Están manchados de churretes, pero muestran disciplina en clase, sobre todo cuando se eleva el tono de voz lo suficiente. Así que esta vez gritas: “¡hola!”. Y los niños gritan seguido: “¡hola!”. Luego la profe y Yang Junhua convocan a los más valientes: “¿Quién quiere saludar al tito?”. Mutis por el foro. Tú te agachas hasta estar a su altura, siguiendo el consejo de una amiga, para darles confianza. Tras unos momentos de silencio, la maestra se acerca a una niña y le comenta que ella se ofreció antes para saludar al tito. Asustada, asume el reto como una misión de alto riesgo. Previendo las costumbres caníbales del extranjero, se acerca con la mano por delante para saludarte. “Hola tito”, dice. “Hola”, dices, “¿cómo te llamas?” “Xiao Mei”, contesta. “Xiaomei, eres muy valiente, me gustas mucho. ¿De qué pueblo eres?” “De aquí al lado”, dice con una sonrisa, ya más tranquila. Le preguntas que qué le gusta hacer. “Bailar”, contesta. Le dices que si quiere bailar. Duda, mira a la maestra y, tras el gesto de asentimiento, levanta las manos y se inclina hacia detrás hasta hacer el puente. Te fijas por un segundo en las caras del resto de los peques y están boquiabiertos, sorprendidos tal vez de que la temeridad de Xiao Mei no haya desembocado en ninguna desgracia. Xiao Mei permanece en escorzo hasta que la profe le dice que basta. Entonces aplaudes y todos aplauden contigo. Luego te da un besito en la mejilla y vuelve a su pupitre. Al comprobar que todo el mundo ha salido ileso del experimento, más y más niños salen a saludar al tito. Y el proceso se repite, entre fotos, chillidos, malentendidos y besitos, en otras siete clases. Juegas después con ellos en el patio. Tras ver cómo te arrastras por el suelo para parar sus disparos con una pelota de fútbol, cogen confianza, se acercan y te tiran de los pelos de las piernas. Te preguntan por qué tienes tanto pelo y les dices que es normal de donde vienes. Te dicen que España es muy buena en fútbol y tú, por primera vez, les dices, con confianza, que sí, que es verdad. Cuando se hace de noche, todos desfilan de vuelta a casa. En ese momento las mujeres de la familia ya están preparando la cena. Ya en la mesa, el patriarca, el abuelo, saca la botella de baijiu, aguardiente, y compartís unos cuantos brindis mientras intenta apañarte un matrimonio en el pueblo: 28 años son muchos años para un soltero en la China rural. Las maestras, tímidas, tratan de cortarle el rollo, pero es testarudo. Como le has comprendido un par de palabras, dice a todo el mundo que hablas dialecto: “henanhuà”. Al día siguiente, sin embargo, el patriarca pasa a segundo plano. Te han apañado una habitación para ti solo. Tiene dos camas y estás seguro de que gran parte de la familia está durmiendo apretada sólo para que tú estés cómodo. Al cruzar la puerta, en la sala contigua, hay una gran mesa comedor y un ordenador con conexión a internet. Las profesoras, que duermen en la guardería entre semana, chatean con sus ligues en una especie de Messenger local que se llama QQ. Esa modernidad contrasta con los víveres disponibles en la única tienda del pueblo, que parece sacada de una película costumbrista en blanco y negro, al igual que las calles, en las que no se puede caminar sin estar atento al lodo, los charcos y los ladrillos amontonados sin ton ni son. El patriarca, has dicho, pasa a segundo plano, pero tú tampoco sabes muy bien qué coño está pasando. Cuando te levantas, al segundo día, abres la ventana y ves un montón de gente en el patio: han sacado todas las pequeñas sillas de las clases al exterior y muchos padres se sientan expectantes junto a sus niños. Sales y todo el mundo, 300 personas, te mira fijamente. Hay gente que incluso no cabe en el patio y que se pone de puntillas en la puerta de entrada para ver qué pasa. Tomas un poco de perspectiva y alcanzas a ver el cartel que corona el patio: “De cara al mundo, Dale la mano al mundo”. Cuando lees los caracteres, ya comprendes que, por muy pequeño que seas, por muy lejos que estés de tu casa y por muy poco cualificado que te sientas, aquí, para ellos, ahora, no hay otro mundo que tú. Y como te han tratado tan bien, intentas estar a la altura. Cuando te ofrecen el micrófono, lo tomas con naturalidad. Lo que sigue es un espectáculo que podría llamarse de telerrealidad, si eso tuviera algún significado. Reproduces, frente al público, las básicas clases de español e inglés del día anterior. Los niños se levantan y te dan la mano. La gente sonríe. Las mamás salen a preguntarte cualquier cosa, verdaderamente cualquier cosa, como por ejemplo si sus niños pueden aprender lenguas extranjeras, si la educación en China es buena, que cómo son los pueblos en España, si te gusta su pueblo, que por qué viniste a China, que si te has casado… Educadamente, respondes a todo, aunque no sepas muy bien si está bien o no responder. Afortunadamente, todo acaba más rápido de lo esperado, incluso las canciones que te ponen a cantar al final junto a las maestras. Más tarde, cuando estáis viajando en el coche, y Yang Junhua no te deja pagar en ningún sitio la entrada, piensas que, tal vez, no estáis yendo a los sitios más turísticos, no porque estén muy lejos, como él dice, sino porque probablemente no puede pagar la entrada para cinco personas y en ningún caso permitiría que tú las pagases. Así que vais a sitios tranquilos, sin las legiones de turistas locales que pululan por las atracciones más famosas. Y lo pasáis bien. Sólo te extraña, cuando miras el colgante del retrovisor del coche, que te diga: “Me acuerdo bien de esa época. Yo era un niño. Apenas había lo suficiente para comer. Pero él es y ha sido nuestro mejor hombre: el más grande. Aunque claro, si él viviera, tú no podrías estar aquí”.